domingo, 2 de abril de 2017

Credo

Huye de mí, caliente voz de hielo,
no me quieras perder en la maleza
donde sin fruto gimen carne y cielo

Deja el duro marfil de mi cabeza,
apiádate de mí, ¡rompe mi duelo!
¡Que soy amor, que soy naturaleza!

[Federico García Lorca – Sonetos del amor oscuro]


Hay veces que quieres escribirlo todo. Que quieres decirlo todo. Expresarte, exprimirte, darte la vuelta como un calcetín. Y es complicado, porque lo más normal es que, al intentar decir demasiado, acabe uno no diciendo nada en absoluto.

También hay veces que quieres saberlo todo. Que quieres entrar en la cabeza de ella, revolver, entender, destripar cada uno de sus pensamientos. Y, en esos casos, lo más normal es que cuanto más indagues menos entiendas.

Pero es inevitable querer hablarte todo y querer sabértela toda; es complicado no acabar haciendo círculos. Es entonces cuando tu cabeza empieza a calentarse. La presión aumenta, el vapor se acumula y te sale por las manos, y te sale por los ojos, y te empaña la vista, y te llena el estómago, y te asfixia mientras duermes. Tiritas, febril, consumido por tu propia obsesión.
Tienes las ideas tan mojadas que no hay manera de leerlas. Todo tu vapor enrarece el ambiente y una parte de ti quiere abrir las ventanas, quitarte la tapa de los sesos unos segundos, que salga todo, para poder aliviar esa presión. Pero otra sigue apretando, sigue estrujándote las entrañas porque sientes ese dolor como lo único real, aunque sepas que en algún momento te hará estallar.

Intentas seguir hacia delante, pero el tiempo se ha parado. No distingues ayer de hoy, y el recuerdo lacerante de algo que nunca viviste te hace odiar lo que sí estás viviendo. Nuestro cerebro tiene mecanismos muy curiosos para arreglar la percepción. Cuando hay vacíos, o imperfecciones, o faltas de simetría, rellena los agujeros, omite las imperfecciones, completa la imagen simétrica. Parece que, de serie, estamos destinados a intentar verlo todo como creemos que debería ser, y no como es. Por eso al ver de repente el fallo en la imagen cuesta tanto volver a ver la figura como debe ser. Porque, al darte cuenta del engaño, ya no confías en tus sentidos.

Dejaste de ver la imagen perfecta cuando todo empezó a ser más difícil porque ya no había vuelta atrás, porque estabais tan pegados el uno al otro que ya no había espacio para nada más, y aplastasteis esa separación que habíais creado. Al explotar esparció su contenido de dudas por vuestra habitación, las estuvisteis respirando, drogándoos con ellas. Y a ti se te han subido tanto a la cabeza que necesitas más para mantener ese estado de irrealidad en el que te has instalado, ese en el que estáis tan tan cerca que a veces no distingues como deberías dónde acabas tú y dónde empieza ella, tan tan cerca que te duele.

Sin embargo, has tomado una decisión. Has decidido aceptar ese dolor. Masticarlo, devorarlo, tragarlo, digerirlo. Que sea parte de ti. De vosotros. “Pain is inevitable, suffering is optional”. Das la bienvenida al dolor, entonces. Para que no sufráis, todos los días te encuentras a una hora con él.

Y todas las noches, antes de dormir, le rezas tu nuevo Credo: “Huye de mí, caliente voz de hielo...”.

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