lunes, 17 de septiembre de 2012

Prólogo cuando cero tiende a cero



"El día de mañana, recuerda que hubo un tiempo en que quisiste vivir". Recuerda...

Esas palabras daban vueltas en su cabeza aletargada. Qué querían decir. Quién las había escrito. Sus neuronas no eran capaces de encadenar una lógica lo suficientemente consistente como para enhebrar un razonamiento de ninguna clase. Tan sólo alcanzaba a mirar lo que le rodeaba, cuyo aspecto le sonaba vagamente. "Extranjeramente".

Sentado en el filo de una gran cama, la elegante colcha de ésta se arrugaba hacia él. Casi podía sentir, en su ensimismamiento, cómo se enrollaba, cómo se movía, acechándole las arrugas del tejido. Se encogió para verse casi reflejado en el mármol, oscuro y pulido con una limpieza rayana en lo obsesivo. Sobre él, una pequeña lámpara apagada era cruzada por una sola franja de luz que su mirada siguió hasta la puerta entreabierta, por un lado, y después hasta el balcón, por el otro, cerrada casi completamente la persiana. El casi se permite por una línea resquebrajada que daba a la habitación un aspecto casi tan deprimente como su semblante, una raja que provocaba la intromisión estrecha pero certera del sol, que le permitía entrecerrando con esfuerzo los ojos releer una y otra vez aquel folio acartonado y ajado. Quizá no entrecerraba los ojos porque le costara leerlo en la penumbra, puede que sólo fuese el efecto propio de la ristra de estupefacientes diversos que había ingerido. No se lo planteó en ningún momento, para ser sinceros.

Recuerda... Su cerebro trataba de rebuscar, pero por lo visto resulta algo complicado encontrar cosas sin siquiera conocerlas. La tortilla de sustancias que se amalgamaba en su estómago en aquellos momentos le daba una buena lista de historias para sustituir esos recuerdos. Algunas de ellas ciertamente divertidas. Es enfermiza la omnipotencia del cerebro humano. Puede matarte, puede provocarte una angustia insoportable. Pero cuando llega el momento de la verdad, justo ahí, aunque uno esté drogado como una puta, desata sus mecanismos de autodefensa. Como un mecanismo de movimiento perpetuo, que te lleva de un lado hacia el otro, sin llegar nunca a ir más allá de los puntos de articulación. Todo esta medido, amigo, se reía para sí, sin soltar la más mínima sonrisa, por sardónica que fuese. De un lado a otro.
Se le escapó una desalmada carcajada, de todo punto desequilibrada. Ding, dong. Disforia depresiva, decían. Qué sabrá esa panda de ineptos sobre mi cerebro. Dentro de su misantropía, odiaba especialmente a las personas que creían conocer a otros mejor que ellos mismos. Casi igual que a los que presumían de conocerse bien a ellos mismos. Mentirosos. Nada más que mentirosos buscavidas.

Recuerda... recuerda...

Entre convulsiones cayó de la cama poco a poco. No se intentó agarrar, pero tampoco se soltó. Ingrávido, impasible, su cuerpo no pertenecía ya más a este mundo. Por qué había entonces de seguir sus reglas. Así, el golpe contra el suelo no produjo ni ruido ni rebote. Rozó el mármol, y punto.

Tu cuerpo sigue las leyes que quieras. Cuando eres tan capaz de distinguir tu persona de tu imaginación, el cuerpo, la vida en sí, no es más que un estorbo físico. Una ecuación con demasiadas restricciones y constantes como para que cumplirla sea práctico.

Dejó su cuerpo y voló hacia sus recuerdos. Recuerda... y recordó. Aquel tiempo en el que quiso vivir.

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